Cada mujer es un mundo y,
tal como cada cosmos del tamaño de un átomo o del universo entero, puede ser
una unidad imperfecta, injusta, equilibrada, armónica, delirante, pragmática,
sacrificada, cómoda, pero siempre interesante de conocer e importante de vivir.
El mundo que es la mujer no se conquista como las montañas. No se le clava una bandera ni se le proclama como propio, sino que hay que golpear suavemente la puerta, pedir permiso, mirar, oler, explorar, acercarse, tomar distancia, probar, palpar, y más que nada dialogar porque sólo de esa manera se le conoce realmente.
Cada mujer es distinta y no se puede comparar una a otra, ni se pueden aplicar recetas de libro para llegar a su centro. Siempre tienen un rincón muy bien iluminado pero de difícil acceso en el cual guardan la llave. Una cosa es encontrar ese lugar y otra muy distinta obtener que entregue la llave. Se pueden hacer pactos con ellas, invitarlas a navegar en la aventura que es la existencia común, pero si no se logra abrir la cerradura nunca se entrará realmente a ella.
Es una tarea difícil y es muy posible que ellas mismas no sepan cómo se puede utilizar la llave. O, por el contrario, pueden entregar un manual completo para su conocimiento pero es sólo una trampa para que el valiente se tropiece una y cien veces. Todo depende de ellas, y esa voluntad tampoco está bajo su completo control. Ese es el juego: Descubrir el secreto escondido en el laberinto.
Naturalmente, siempre habrá un tesoro pero no siempre se le reconocerá. Es factible que se pase al lado de ese rincón mil veces sin advertir siquiera su existencia porque la primera trampa es suponer que no hay escondrijos y luego la lista de artimañas puede ser tan extensa como la vida. Y sólo cuando se encuentra el rincón en el que se guarda esa llave se descubre que el verdadero tesoro es merecerlo, y continuar empeñándose una eternidad en descubrir juntos las virtudes del premio.
El mundo que es la mujer no se conquista como las montañas. No se le clava una bandera ni se le proclama como propio, sino que hay que golpear suavemente la puerta, pedir permiso, mirar, oler, explorar, acercarse, tomar distancia, probar, palpar, y más que nada dialogar porque sólo de esa manera se le conoce realmente.
Cada mujer es distinta y no se puede comparar una a otra, ni se pueden aplicar recetas de libro para llegar a su centro. Siempre tienen un rincón muy bien iluminado pero de difícil acceso en el cual guardan la llave. Una cosa es encontrar ese lugar y otra muy distinta obtener que entregue la llave. Se pueden hacer pactos con ellas, invitarlas a navegar en la aventura que es la existencia común, pero si no se logra abrir la cerradura nunca se entrará realmente a ella.
Es una tarea difícil y es muy posible que ellas mismas no sepan cómo se puede utilizar la llave. O, por el contrario, pueden entregar un manual completo para su conocimiento pero es sólo una trampa para que el valiente se tropiece una y cien veces. Todo depende de ellas, y esa voluntad tampoco está bajo su completo control. Ese es el juego: Descubrir el secreto escondido en el laberinto.
Naturalmente, siempre habrá un tesoro pero no siempre se le reconocerá. Es factible que se pase al lado de ese rincón mil veces sin advertir siquiera su existencia porque la primera trampa es suponer que no hay escondrijos y luego la lista de artimañas puede ser tan extensa como la vida. Y sólo cuando se encuentra el rincón en el que se guarda esa llave se descubre que el verdadero tesoro es merecerlo, y continuar empeñándose una eternidad en descubrir juntos las virtudes del premio.
Sofía
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